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Foto del escritorLuna G.

Retrato de la Muerte

–¡No! –gruñó.


Era su vigésimo intento de dibujarlo y todavía no lo lograba. Ya habían pasado horas y, si no comenzaba a pintar pronto, se olvidaría completamente de sus emociones.


Siempre había sido así; pintaba las emociones que sentía en un momento específico de su vida. A veces eran sensaciones que provenían de un acontecimiento al azar, a veces tenía que tomar medidas drásticas para conseguirlas. Pues, si no era capaz de pintar ¿qué le quedaba?


La primera vez que viajó a París pudo pintar el asombro sin problemas. Era la emoción que estuvo presente con ella durante todos los días que pasó allí, y se hacía incluso mayor a cada momento, con cada cosa nueva que encontraba. 

Pero una vez decidió que quería pintar la impotencia y entonces fue diferente. Tuvo que salir sola a la calle varias noches seguidas, hasta que al fin un hombre se ofreció a llevarla en su auto. Lo miró y descubrió fácilmente la intención en sus ojos, por lo que aceptó. 


Ella luchó y se resistió una vez que él estuvo encima suyo, pero fue en vano. La semana siguiente el retrato de Impotencia se vendió por dos mil euros.


Pintar emociones no era nada fácil, ya que a veces parecían limitadas, como si ella tuviera un tiempo de vida mucho mayor a la cantidad de sentimientos que podía experimentar. Esa era la razón por la que a veces tenía que ir más allá de sus expectativas para crear nuevas sensaciones. ¿De qué otra manera podía sentir las emociones necesarias para hacer más pinturas?


Los retratos se vendían rápido y a muy buenos precios, pero a ella no le interesaba mucho el dinero, y solo vendía copias de su trabajo.


El director de la galería no lo sabía, por supuesto, pero ella siempre pintaba copias de su trabajo para vender. Él jamás entendería por qué entregar un original estaba completamente fuera de discusión. Y es que la razón por la que ella se obsesionó tanto con las emociones era que, cuando una de las pinturas estaba terminada, se volvía capaz de contar la historia detrás de la misma.


Antes de darse cuenta de esto ella solía pintar la ciudad en la que vivía, pero ninguna de esas pinturas hablaba. ¿Cómo podrían? Incluso si el lugar tenía alguna historia que contar, ella no la conocía. Sin embargo, la noche en que oyó cómo su alcoholizado padre golpeaba a su madre, ella decidió representar angustia en un cuadro. Cuando terminó, el lienzo comenzó a describir su historia y sus sentimientos a la perfección; una y otra vez.


En un principio se asustó y huyó de la habitación, creyendo que debía estar volviéndose loca. Al día siguiente regresó, segura de que solo había sido su imaginación, pero no fue así. Aún podía escuchar a la imagen hablar. 


Aterrada corrió a buscar a su madre para mostrárselo, pero la mujer no escuchaba nada. Nadie podía escucharlo más que ella misma. Más tarde se dio cuenta de que eso sucedía porque nadie más conocía su historia, ni cómo se sentía.

Desde ese día en adelante, ella pintó cada sentimiento que quería recordar para siempre. Y ahora mismo estaba intentando pintar su última aventura.


Luego de tantas pinturas (trescientas veinticuatro para ser precisos, aunque la mitad habían sido estúpidos encargos de la galería) ella decidió pintar la mayor experiencia que podía retratar: la muerte.


En cuanto la idea se le vino a la cabeza, supo que tenía que planearlo todo con detenimiento. Obviamente no podía morir de verdad, pero eso solo lo hacía mucho más desafiante. Tenía que encontrar una manera de ser rescatada y, al mismo tiempo, convencerse a sí misma de que moriría.


Pasó semanas considerando distintas alternativas. Tomar pastillas o abrirse las venas eran muertes lentas y dolorosas. Además, si sabía que iba a ser rescatada, no sentiría la desesperación que necesitaba. Un accidente de auto era muy arriesgado; un incendio o ahogarse, demasiado complicado. Por fortuna, mientras consideraba ahogarse, tuvo la solución perfecta: ahorcarse.


No fue difícil hacer los preparativos. Primero, llamó a emergencias en tres ocasiones y esperó fuera de su casa para advertir cuánto tardaban en llegar a escena. Luego, buscó la información sobre el tiempo que le toma a una persona morir sofocada y cómo atar un nudo apropiado. 


Buscó por todas las habitaciones hasta dar con una viga que podía aguantar su peso al colgarse de ella y, finalmente, compró la cuerda, una mesa sobre la que pararse, para asegurar que no se rompería el cuello, y encontró una forma de asegurarse que podía patearla lo suficientemente lejos como para no poder volver a pararse sobre ella.


Tras prepararlo todo, eligió un día y llevó a cabo el plan. 

Llamó a emergencias por un intento de suicidio, les dio su nombre y dirección, luego contó los minutos necesarios mientras se acomodaba, parándose sobre la plataforma y ajustándose la soga al cuello, hasta que llegó el momento exacto. Saltó pateando la mesa lo más lejos posible.


–¡Eso es! –exclamó.


Haber revisado todo el proceso de ahorcarse finalmente le dio la idea que necesitaba para hacer el cuadro.


Tomó el pincel y lo sumergió en el óleo. No más bosquejos a lápiz. 


Mientras movía su mano y ojos sobre el lienzo, evocó cada sensación, cada sentimiento que había pasado por ella en ese momento. Primero el dolor de colgar su cuerpo entero del cuello, luego los vanos esfuerzos por respirar y salir de la cuerda, la asfixia y, al final, su último aliento antes de que el aire escapara por completo de sus pulmones, haciéndole perder la consciencia.


En esos momentos había pensado en su infancia; siempre oyendo a sus padres pelear y discutir, soportar los insultos de ambos. Luego, la increíble emoción de libertad cuando al fin escapó con el orgullo y la satisfacción de haber robado el dinero de la bebida de su padre. La alegría de poder estudiar y trabajar, pero después el vacío que se cernía sobre ella cuando era incapaz de pintar algo. Era tan abrumador que borraba todo sentimiento de felicidad.


Cada pintura que había hecho se había asomado a su mente, pero sin importar qué siempre regresaba a la misma: el retrato de la Furia. La pintura en la cual había puesto cada cosa que alguna vez sintió por su padre, la causa de todo el sufrimiento que la persiguió aún después de haberlo abandonado.


Y así, el retrato de la Muerte estaba terminado.

Dio unos pasos atrás para contemplarlo. Una vez más tuvo éxito, fue capaz de transmitir todo lo que sentía en una sola imagen. 


Sin embargo, ésta vez fue extraño. 


Cuando el lienzo comenzó a contar su historia, ella notó un par de emociones que no había planeado incluir: la realización y el desistir. No podía entender por qué estaban ahí, en qué momento había sentido eso.


Entonces, por primera vez, le prestó atención a su alrededor. No era su departamento en Francia. De hecho, no era siquiera una habitación. Estaba sola en espacio completamente negro, en el que no veía nada más que sus instrumentos de pintura. 


Empezó a indagar en su memoria, tratando de entender cómo había llegado allí. Se dio cuenta de que no tenía recuerdos de los paramédicos salvándola, de haber despertado en un hospital ni de haber vuelto a casa después. Ellos nunca vinieron, al menos no a tiempo. No la rescataron.


Ella no sobrevivió.


Fue extraño. Darse cuenta de que estaba muerta fue muy extraño. ¿Qué era lo que podía hacer ahora? La pregunta se repitió en su cabeza una y otra vez. Sintió muchas cosas: asombro, duda, sorpresa, culpa, arrepentimiento, decepción. Eran emociones fuertes, y generaban una mezcla interesante.

La respuesta era clara.


Tomó otro lienzo y lo acomodó en el taburete.

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