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  • Foto del escritorLuna G.

El Juez del Amor

Ocho años habían pasado, y sus días eran siempre iguales: sentarse a esperar que las parejas viniesen a llevar uno de sus collares.


Se quedaba a un lado del camino, tratando de sentir el viento tocar su piel, el césped bajo sus pies descalzos, escuchar el murmullo perpetúo de la gente pasando, los autos en la calle, los niños que jugaban en el parque mientras sus padres les advertían todo el tiempo que tuvieran cuidado. En la noche, el único sonido que podía oír eran los insectos zumbando, los árboles moviéndose con la brisa, la marea chocando con los altos muros sobres los que se alzaba el parque.


Él se quedaba allí exhibiendo los collares que hacía con madera. Cuando recién empezó apenas tenía clientes, pero luego de colgar un cartel asegurando que los collares eran gratis, eso cambió. Él no tenía el menor interés en el dinero. Después de todo, no le servía para nada.


Al principio solo tenía dos modelos de dijes para sus cadenillas, pero a medida que aprendía sobre diferentes tipos de relaciones, el número de diseños aumentó.


Las parejas eran tan predecibles, tan fáciles de leer. ¿Cómo no notó todo eso durante su vida anterior? La manera en que se miraban o ignoraban, qué tan cercanos se paraban junto al otro, si se sujetaban las manos, se abrazaban, el brazo de quién estaba alrededor de cuál, si sonreían o no, el tono en sus voces y hasta las palabras que usaban. Todo era visible, claro. Las personas estaban expuestas frente a sus ojos sin saberlo.


Él jamás decía una palabra, pero podía ver todo esto, y basándose en sus observaciones, juzgaba las distintas relaciones. Es por eso que diseñaba distintos collares, para que las personas que los compraran dejaran ver al mundo exactamente cómo eran juntos. Y él había adquirido una habilidad especial para convencer a cada cliente de llevar el collar que merecían, algo que se tornó bastante fácil con el tiempo. En el fondo, la gente sabía qué clase de personas eran, y qué tipo de relación tenían.


Los diseños más solicitados eran sin duda los que incluían formas de corazones, como por ejemplo, el corazón roto al medio. Las parejas que compraban ese estaban seguros de que eran una persona, un alma, un corazón. Son de las que tienden a hacer todo juntos, decir que no podrían imaginar un mundo sin el otro y pensar que tales ideas eran románticas. La mayoría eran bastante jóvenes.


De hecho, el vendedor sentía cierta empatía por ellos, ya que él mismo había sido así. Y la carga de haber tenido a su esposa involucrada en tales ideales, pesaba constantemente sobre su espalda. Pero ahora él podía darse cuenta de cuán enfermo era aquello.


Las personas que se involucraban de esa manera perdían personalidad, cuando deberían ganar el coraje y apoyo de su pareja para ser ellos mismos sin temor. También se volvían tan dependientes, que cuando uno de los dos dejaba de sentir amor o fallecía, el otro no podía recordar como valerse por sí mismo, cómo continuar con una vida normal. A algunos incluso los llevaba al suicidio, una decisión que era más común de lo que debería.


El vendedor también tenía un relicario en forma de corazón que era otro diseño muy popular, en especial entre matrimonios o parejas más adultas. Y esas si eran deprimentes. La gente que compraba este collar para poner una imagen de su amor dentro, querían indicar que su pareja era la más importante o única persona en su corazón, y él no podía más que sentir pena por ellos. ¿Qué tan solitarios podían ser si tenían solo una persona que les importe?


El corazón y la llave era uno que se vendía de forma masiva entre los adolescentes. En estas parejas era obvio que solo uno estaba realmente enamorado, el que estaba dispuesto a entregar la “llave de su corazón”. La dinámica de estas relaciones consistía en que uno dominara al otro. A veces de una obvia y cruel manera que todos los que los veían sentían pena por la pobre víctima, y a veces de un modo sutil, con el romantizado ideal de que uno debería darle todo de sí mismo al otro, aunque el dominante no se diese cuenta de que no daba mucho de sí mismo a cambio. El dominante solía ser alguien muy inseguro, que se sentía a salvo solo cuando su pareja vivía para nadie más que para él o ella. Estaba más ocupado buscando recibir amor que intentando darlo.


Luego de esos venían modelos como el yin yang, los cuales no eran tan demandados, pero que alegraban el corazón del vendedor cada vez que se lo llevaban. Las parejas que lo elegían eran personas que eran un equipo, que podían trabajar en conjunto. Por lo usual, matrimonios y padres, ya que eran tan funcionales juntos que se volvían capaces de cuidar de otras personas. A veces eran algo más jóvenes, pero entendían por qué tal dinámica era buena. Siendo capaces de complementarse, de establecer un balance entre las debilidades de uno y las fortalezas y virtudes del otro, encontraban paz y armonía en estar juntos siendo ellos mismos.


El Sol y la Luna no eran tan famosos como creerías, pero eso era porque el vendedor no dejaba que cualquiera se los lleve. Estos dos astros estaban destinados a simbolizar relaciones de larga distancia. Cada vez que él regalaba uno de estos pares, derramaba una lágrima. Estas parejas eran personas que no podían estar siempre juntas, debido a circunstancias que estaban más allá de su control, pero que aun así sentían un amor tan fuerte como para mantenerse firmes en sus promesas y decisiones. Él siempre les aseguraba que tarde o temprano podrían estar juntos sin impedimentos, pues los que luchaban contra los obstáculos de la vida, eventualmente recibirían la paz que merecían.


Por al menos cinco años, estos fueron los únicos diseños de collares que tenía, y su cabeza no lo dejaba en paz diciendo que aún faltaba algo. Había una forma, un símbolo, un tipo especial de amor en el que no había pensado. Necesitaba un dije más, pero ni siquiera podía decidirse qué se suponía que represente. Él no tenía necesidad de dormir, por lo que se pasó días intentando concebir su creación final.


Pensó en la forma en que las relaciones se desarrollaban a lo largo de los años. Siendo niños, nuestro mayor amor era por lo usual nuestra familia, cualquier pariente o persona que cuidara de nosotros. Luego de eso, venían nuestros amigos y solo entonces, comenzamos a sentir el tipo de amor romántico. El primer amor a una edad temprana es iluso, lleno de esperanzas y planes, con ideales irrealistas, sin ningún miramiento del mundo externo, ninguna preocupación por la realidad a su alrededor. Es torpe y usualmente termina rápido, incluso si la relación continúa, ya que las personas aún no saben bien cómo amar. Y en el momento en que la realidad los golpea, que ven los defectos de su pareja, huyen.


Como adolescentes, el juicio también está cegado por las inseguridades. A menudo ellos sienten la necesidad de compensar sus faltas con sus cuerpos. Creen que amor es sinónimo de sumisión o dominación, y rara vez logran establecer una conexión de verdad ya que ni ellos saben lo que quieren. Son cínicos, escépticos y la desconfianza a menudo arruina sus relaciones.


Al crecer, nos volvemos más conscientes de que nadie es perfecto y que debemos ser tolerantes con las fallas del otro, así que los jóvenes adultos suelen tener diferentes dinámicas dependiendo de cuán maduros y conscientes de la realidad se vuelven. Pero cuando realmente crecían, cuando establecían lazos tan fuertes con el otro, ¿qué sucedía entonces?


Ese fue el momento en que supo qué le estaba faltando. Cuando la gente creía que había encontrado a la persona correcta, se comprometían, le prometían al otro una vida juntos. Se casaban.


Incluso si el matrimonio ya no era tan valorado como debía, cuando el compromiso era real, y los involucrados hablaban en serio al decir las palabras “Hasta que la muerte nos separe”; eso necesitaba un símbolo y este símbolo eran los anillos.

El anillo no era una forma que había sido elegido al azar, ni tampoco el lugar en el que se la ponía. El círculo era el símbolo del infinito, y el cuarto dedo de la mano izquierda tiene una vena que estaba directamente conectada al corazón.


El vendedor, entonces, decidió que un círculo sería el diseño para demostrar ese tipo de amor, que duraría hasta el fin de las vidas de la pareja. Estaría destinado a esos amantes que se encontraban o no casados, pero que era fácil para él ver que su relación duraría por mucho tiempo.


Así que incluyó ese pendiente entre los demás y a muy pocas parejas se les permitía llevárselo, pues solo algunas eran dignas de él. Cuando él podía regalar uno de estos, se sentía bastante dichoso.


Pero luego de que dos años más pasaron, su espera se volvía algo deprimente. Sus días se hacían más largos, cansadores y solitarios. Estaba esperando ver solo una cara y la idea de jamás verla pasar por ahí, de jamás ver sus errores reparados y quedar estancado allí por siempre, comenzó a atormentarlo.


Una vez apenas podía mantener su cabeza funcionando luego de un largo y ruidoso día, cuando oyó dos voces hablando sobre sus collares, y al levantar la mirada, vio una pareja examinando los diseños.


Muy lentamente y con gran esfuerzo se levantó de su silla. Casi ni se fijó en el par, pero llevaba tanto tiempo en el negocio, que solo al escucharlos hablando supo que eran una pareja honesta y amorosa.


Ya que ese tipo de relación no era usual, se decidió por mirarlos con más detenimiento, y al alzar la vista, su corazón saltó de tal manera que parecía funcionar otra vez.


¡Al fin! Ahí estaba ella.


Oh, cuánto tiempo la había esperado, cuán hermosa se veía. Si los años la habían cambiado en algo, él no lo vio. Tanto había esperado ese momento, había temido que no llegara nunca, y ahora ahí estaba ella con un hombre a su lado. Ni una pizca de celos vino a él. Ella se veía feliz, se veía adorable, era ella misma otra vez. Él pudo ver que sus plegarias fueron escuchadas, pues no estaba acompañada por cualquier persona. Había encontrado lo que tan desafortunadamente perdió cuando él la dejó.


Con lágrimas de alegría en su corazón, les regaló a ambos un collar con los pendientes de círculo. Con mucho cuidado, los puso en una bolsita colorida y se los dio al hombre. Nunca dejó de sonreír con gentileza y hacer preguntas mientras lo hacía. 


Cuando el hombre tomó la bolsa, el vendedor vio que la mujer lo miraba con sospecha.


–¿No lo conozco, señor?


Él sonrió.


–Créame que lo recordaría, señorita.


Ella no parecía convencida del todo, y volteó a verlo varias veces mientras se alejaba. Cuando ambos salieron por completo de la vista del vendedor, él alegremente recogió sus collares. Con su asunto pendiente terminado, al fin podía descansar en paz. 

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